Poco se habla
Poco se habla del nuevo inquilino del castillo, ese supuesto conde, que solo sale de noche, en su coche de caballos, tirados por esos corceles enormes, hermosos, sí, no digo que no, pero que dan mucho miedo, el pelaje negro azulado, tan brillante, los ojos inyectados en sangre, los colmillos afiladísimos... Y tan veloces como silenciosos ¿no crees que son siniestros, María?- Le preguntó Catalina a su hija pequeña desde el quicio de la puerta del dormitorio.
Sostenía una palmatoria encendida en la mano derecha que proyectaba sombras alargadas en la pared.
La joven parecía ensimismada y no contestó. Estaba vuelta de espaldas, en la penumbra. Nunca había sido muy habladora, pero la adolescencia había borrado todo resto de candidez.
- Buenas noches, mi niña. - Le dijo Catalina a su hija cariñosamente, y cerró la puerta tras de sí.
La joven levantó la cabeza hacia la puerta sin decir nada. Un viento helador barrió la estancia y una corriente de aire repentina que parecía proceder del dormitorio hizo perder el equilibrio a Catalina. Se escuchó el estruendo de su cuerpo mientras rodaba por las escaleras, el sonido rítmico de su cuerpo golpeándose con los escalones al caer, amortiguado por los gritos de terror de la madre, -Ahhhh!,− interrumpido bruscamente por una súbita llamarada que la convirtió en una antorcha humana.
La casa quedó reducida a cenizas. María desapareció sin dejar rastro, aunque en el pueblo se rumorea que una dama acompaña al conde desde hace unos meses.
Sin embargo, nadie tiene explicación sobre el viento helador que susurra –Adiosss-
cada vez que alguien intenta acercarse
al terreno calcinado. Nadie se atreve a nombrar a Catalina ni a
María.
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