El naufragio
La primera vez que lo
vio sin gafas sus ojos solo le parecieron preciosos. Hoy, que lo ha
mirado mejor ha visto que ¡Sus ojos son dos islas!-
Rodean sus pupilas dunas de arena, bañadas por el mar, con olas que rompen en
la orilla cuando pestañea. Por eso no puede dormir hasta que la
marea lo mece y lo aquieta. Si se pone nervioso no concilia el sueño, se desvela del todo, y
esconde las islas tras la bruma de los cristales, hasta que deja de
escucharse el sonido del mar.
A veces, cuando pasa
eso, ella tampoco duerme. El otro día pensó que, tal vez, si lo
acunaba, o si lo abrazaba, se dormirían por fin y de tanto pensar en abrazarlo,
le creció un brazo en la cadera; pero un brazo corto, que no servía para mucho,
era muy incómodo para dormir de lado, y en realidad le sobraba, solo servía
para sostener el café por la mañana o para llamar al ascensor.
Ya solo podía llevar
vestidos o faldas con bolsillos, que agujereaba para poder sacar el brazo, y
que se quedase dentro cuando no lo usaba para no llamar la atención.
Los médicos no daban
crédito.
-No puede ser, ¡de un
día para otro!-Le decían, -habrá que amputar…
-Pero si no me molesta
mucho, -protestaba ella,- así puedo leer el periódico, y tomarme el café…
Tenía terror al
quirófano.
Él, perplejo, seguía sin
poder dormir, y las olas cada vez azotaban con más violencia la playa, hasta
que un pesquero barco zozobró en la orilla, y tuvo que llorar a sus tripulantes
para rescatarlos; los recogió en un cuentalágrimas a cada uno, con cuidado,
para que no se ahogaran.
Pero ¿cómo rescatar el
barco?, quedó varado para siempre en su ojo izquierdo, que se volvió vago, con
el consiguiente aumento de la miopía. Otro caso clínico
imposible. En ningún congreso de oftalmología dieron con la
solución.
Los tripulantes nunca se
habituaron a vivir en tierra, pedían constantemente ser devueltos al mar.
-¡Dejadnos ir, dejadnos ir!-Imploraban.
Ella estaba de acuerdo.
Sin embargo, eran tan
pequeños que a él le daba miedo, y ya los echaba de menos antes de que se
fueran.
Al final, los marineros
insistieron tanto…
-¡Qué importa el tamaño
ante la inmensidad del océano! ¡Dejadnos ir, dejadnos ir!- Sollozaban.
Ya solo tenían que
encontrar la isla, que al ser tan diminuta no figuraba en los
mapas. Los tripulantes le decían como buscarla:
- Mírate al espejo al amanecer. Y por la sombra reflejada
calcularemos la latitud y la longitud…
Pero en una isla tan
pequeña un pequeño error de cálculo puede suponer un gran desvío que los
condenara a un naufragio seguro, y no se atrevían a dejarlos marchar.
Pasaron los años y
envejecieron, el brazo de ella se atrofió y se quedó perdido en el desván y
pudo volver a vestir ropa ajustada y sin bolsillos. Él se graduó la
presbicia agrandando el tamaño de las islas. Entonces leyeron el
nombre del barco varado en su ojo izquierdo, Morfeo; un pequeño
pesquero de madera que crujía y les desvelaba.
Él recordó una noticia
antigua, un barco desaparecido, del que no se había encontrado ningún
superviviente. A la mañana siguiente, en la hemeroteca municipal, buceó en los
archivos; tuvo que remontarse veinte años atrás. “Se abandona la búsqueda del pesquero desaparecido en la isla de Ons.”
Compraron billetes en un tren de media distancia, llevando a los ancianos
tripulantes en su equipaje, como polizones. Cuando llegaron a
Vigo, los embarcaron en cáscaras de nuez, al encuentro de su barco
encallado. Al sentir la brisa del mar, él apoyó la cabeza en la
almohada, cerró los ojos, y ella sonrió.
Es un relato de realismo mágico... Como los de García Marquez, salvando las distancias, claro.
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