Tormenta infinita
El viento silbaba y golpeaba el cristal de las ventanas. Las paredes crujían. La casa se quejaba de la lluvia constante con ventanas que se abrían y cerraban produciendo un estrepitoso estruendo de cristales rotos. Para aplacar el temporal, nubes negras y espesas descargaban desde hace días todo su contenido. Las calles se habían convertido en ríos turbulentos de agua achocolatada que arrasaban a su paso con los árboles de las aceras y de las plazas, los bancos del parque, los coches aparcados y con cualquier objeto susceptible de convertirse en una cáscara de nuez a la deriva, sin capitán que manejara el timón. Mientras, los humanos contemplábamos atónitos desde las atalayas de nuestras de nuestras viviendas el fin del mundo. Descorrí la cortina y me asomé. La tormenta duraba ya cuarenta días. No había habido tregua en todo ese tiempo. El decreto de alarma por situación catastrófi...