El círculo se cierra


En las tardes de verano me sentaba en el umbral de la puerta de la casa a esperar su regreso.  Primero oía ladrar a Bruno, en la lejanía, luego escuchaba a las ovejas balar, anunciadoras de que el rebaño pronto asomaría por la cuesta, con el perro alrededor, agrupándolas, y la silueta oscura del pastor, con su gorra calada.  Entonces, bajaba corriendo por la cuesta y les acompañaba a encerrar las ovejas en la paridera. 

Al volver, la subida era empinada, las fachadas aún se vestían de piedra y las calles bullían de niños, balones y bicicletas. 
El pastor, -mi abuelo Claudio- nunca había salido de la provincia, y no concebía otro lugar donde vivir que el pueblo que lo había visto nacer.  Ni siquiera había hecho el servicio militar, al ser descartado en el reconocimiento médico por una infección del oído mal curada que lo dejó sordo.
Hoy, al regresar, los ojos se me empañan con el recuerdo de sus venas azules, ríos que regaban sus manos grandes de árbol.
El cierzo me ha traído también los ecos de la plaza, las campanadas de la iglesia y los bandos del ayuntamiento, anunciados con jotas, aunque los sonidos de mi cabeza tengan como únicos testigos el rumor de la fuente y de los sauces que la custodian.
En este día de invierno gris, el pueblo parece una cáscara vacía, poblado de los fantasmas que vivieron resignados como sus hijos emigraban a la ciudad sin volver la vista atrás.
            ¿Qué pensarías, abuelo, si me vieras desandar ese camino? La casa es tan grande como para vivir en ella y alquilar habitaciones. ¡Y hay planes para reabrir la escuela!
            Aparco la furgoneta de la mudanza en la cochera, ensimismado.  Desde un retrato amarillento que preside el comedor, los antiguos moradores de la casa, Claudio y Francisca, me observan con gesto grave. –A ver qué vas a hacer, zagal- parecen advertir.
-          No os preocupéis, -les contesto- a mis manos de árbol joven no les asusta el trabajo.
Mis dedos acarician la vieja fotografía.  El círculo se cierra.

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