EL HOMBRE ARAÑA
El Hombre Araña esperaba sentado en la fuente de mármol seca
blanca que había dentro de la oficina.
Le llamábamos así porque llevaba una telaraña tatuada en el
cráneo rapado que le ocupaba media cabeza y le bajaba por el hombro derecho
hasta la muñeca.
A mí, en particular, me causaba miedo y fascinación a
partes iguales. Cuando llegaba, la sala
de espera de la oficina del paro, normalmente bulliciosa, se volvía silenciosa
de repente. Venía a cobrar el subsidio
de desempleo al que los presos tienen derecho si no tienen recursos económicos
cuando salen de prisión. Tenía pinta de
líder. Como el Malamadre de Celda 211.
Los demás presos venían en grupos, no se atrevían a venir
solos, venían juntos como para protegerse de un papeleo que no entendían.
Este no. Alberto
Jimenez Clavería, -alias Hombre araña- venía solo. Piernas abiertas, brazos
cruzados. Mirada desafiante.
Su estrategia era alborotar, amedrentar al gallinero, para
que le atendiéramos antes. Y lo
conseguía. Iba a por alguien débil. Una inmigrante sola con niño pequeño en el
carrito. A por esa.
-Zorra. Vete a tu país con tu mierda de niño. –Y le
escupía. Con los funcionarios atendiendo
a otras personas a tres metros, perfectamente consciente de que todos le
mirábamos por el rabillo del ojo.
La segunda vez que lo hizo, le dejamos pasar sin respetar
el turno.
Teníamos constancia de su historial de violencia familiar y
carcelario. No podíamos decirle que ya había agotado todas las prestaciones que
le correspondían. Mi compañero de al lado cometió ese error y el hombre araña le
agarró del cuello de la camisa y le rompió las gafas.
-
¿Y ahora qué? ¿Me vas a dar la paga o no?
Yo todavía era una novata recién aterrizada en la
Administración, que, más chula que un ocho, le atendía cuando me tocaba, convencida
de que tenía derecho como todos los demás a ser escuchado, con mucho cuidado de
no decirle si iba a cobrar o no. Solo
que ya le llegaría la notificación a casa con la resolución, -el escudo del
funcionario- mientras me obligaba a mirarle a los ojos y no a la telaraña
brillante que adornaba su cabeza. Hasta
que todos mis compañeros se negaron a atenderle.
Mariangeles, la directora de la oficina lo recibía desde
entonces en su despacho, muerta de miedo tras una trinchera de expedientes,
aguantando el tipo, con su soldadesca de funcionarios armados de bolígrafos y
carpetas vigilante de una posible agresión a la jefa. Durante el tiempo que trabajé allí fue
nuestro cliente más distinguido.
Desde el día que le tiró la pila de expedientes al suelo de
un manotazo, porque no había recibido la paga, le atienden en la Dirección
Provincial, que tiene guarda de seguridad. Aunque al final le denegaron el subsidio. No cumple los requisitos para seguir cobrando
hasta que no vuelva a salir de la cárcel.
Hoy había que elegir un tipo de inicio. Yo he elegido darle protagonismo al personaje.
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