Alumna particular y El diario del profesor

Alumna particular

Me parece que estoy embarazada.  Hoy tenía que haberme venido la regla.  Siempre me viene puntual y por la mañana.   La farmacéutica ya me ha advertido de que es demasiado pronto para hacer la prueba. Aun así he comprado un Predictor.  He leído las instrucciones varias veces, pero sigo indecisa.  No sé si esperar un par de días o hacerlo ahora mismo.  Lo malo es que si me sale positivo me da un infarto y no hay nadie en casa. Y si me sale negativo, voy a seguir con la duda, y tendré que comprar otra prueba el lunes.
No puedo llamar a Herbert porque es sábado.  En estos momentos, estará con su mujer y sus hijos en la casita del pantano.   Para mí, los fines de semana son como un desierto.  Como cruzar un desierto sin agua ni provisiones.
Herbert era mi profesor de alemán en la Facultad.   Al principio, no me gustaba especialmente.  Era un buen profesor, sin más. Pero hacia el segundo trimestre, después de Navidad, noté que de cuando en cuando me lanzaba miradas espesitas.  Sus ojos grises tiraban de mí.  Yo no me atrevía a pasar de repente de la penúltima a la primera fila.  Pero sus ojos tiraban de mí con insistencia.  Y acabé por sentarme en la primera fila, justo en la esquina del pasillo por la que él pasaba veinte o treinta veces durante la clase.
Creo que todo el mundo se daba cuenta.  Era evidente que me salía un surtidor naranja de la cabeza cada vez que Herbert pasaba a mi lado.  A veces me rozaba el brazo con el borde inferior de su chaqueta.  El sudor, entonces, me caía al suelo por el codo.  Yo salía agotada de sus clases, como si fueran clases de natación contra corriente.
También ahora estoy agotada.  De tanto pensar.  Ya no sé si tengo náuseas o es solo hambre.  Tengo que tranquilizarme.  No puedo estar mirándome la braga cada media hora.  Hoy llevo esa braga que a él le gusta tanto.  Dice: “Me encanta esa braguita azul Prusia”.  Y a mi me encanta cómo pronuncia las palabras azul Prusia, con un fuerte acento alemán. 
Tengo algunos síntomas,  como que me duelan terriblemente las tetas.  También dicen que cuando te quedas embarazada, con la primera falta aumentas de golpe dos tallas de sujetador.   Pero a mi esos síntomas se me presentan casi todos los meses a causa del síndrome premenstrual.  Hay días en los que sólo por amor puedo permitirle a Herbert que me las magree como si nada.  Herbert dice que antes de conocerme le gustaban las mujeres de pechos breves porque son más viciosas, pero que ya ha cambiado de opinión.
Cuando entro en su despacho y veo que echa la llave por dentro, ya sé que me va a quitar la camiseta y el sujetador inmediatamente.  Siempre me da un poco de vergüenza verme en tetas.  En cambio, no tengo ningún problema a la hora de quitarme las bragas.
No sé muy bien cómo pasamos de las miraditas en clase y por los pasillos a encerrarnos en su despacho.  La primera vez, Herbert estaba mucho más nervioso que yo.  Supongo que también tiene mucho que perder.  Estoy convencida de que nunca había hecho nada parecido con ninguna de sus alumnas.  Seguro que no.  En cambio a mí no es la primera vez que me pasa.
Lo que sí recuerdo es que después de un examen oral, me acompañó a la puerta, y sin previo aviso me dio un muerdo con lengua que me hizo tambalearme.  Entonces dijo: “mi Lolita”. Y yo le puse una mano en la boca y otra en la entrepierna.
Me gusta que me susurre al oído palabras en alemán.  En el fondo es una lengua que detesto, pero me hace ilusión que se tome tan en serio su papel de profesor particular.
El curso termina la semana que viene.  No quiero ni pensar en lo que va a ser de nosotros.  En agosto se marcha a Berlín con su familia.  Casi mejor, porque aunque estuviera aquí no podríamos vernos.  Ni llamarnos.  Y eso es todavía más duro.
Si el lunes no me ha venido la regla, mearé en un frasquito y me iré a su despacho con el Predictor y el frasquito.   Podría evitarle ese mal rollo, pero no sé… En realidad, creo que también Herbert debería sufrir un poco.

Por Cristina Grande

El diario del profesor

Hemos venido a pasar el fin de semana al pantano de Lanuza, antes de volver a Dusseldorf  definitivamente.  Aunque en la Universidad casi todos creen que vivo en Berlín, por un malentendido a principio de curso que no me he molestado en desmentir.
Los niños insistieron en despedirse de la casita del embalse y de la lagartija que vive en el jardín. Le he dicho a mi mujer que tenía que corregir unos exámenes, que enseguida voy con ellos. Desde la ventana veo el embarcadero del embalse y a Astrid con los niños, que juegan a salpicarse con ella.
En realidad no tenía nada que corregir, sino exorcizar mis demonios por última (o penúltima) vez, en este cuaderno: 

Sábado 9 de junio de 2018
Menos mal que acaba el curso la semana que viene.  Si no, el asunto de Marta se me va a ir de las manos.  Los demás profesores me rehuyen , sobre todo ellas... Cuando me lié con Marta le dije que era la primera, que nunca me había pasado. ¡Qué ingenua!  Si siempre hay una alumna dispuesta a abrirse de piernas si se le dedica un poco de tiempo. 
Sin embargo, ésta me ha descolocado un poco.  Siempre me han gustado más aniñadas, no se… con pechos breves, menudas.  Y Marta es todo lo contrario.  Entrada en carnes, con esos pechos que desafían a la gravedad cuando camina, inabarcables, que me hacen perder el hilo de lo que estoy diciendo en clase cada vez que la miro.
Y ahora que la muy zorra lo sabe aprovecha para llevar escotes al límite, e incluso viene  a clase sin sujetador.  El último día me tuve que abrochar la americana para tapar la entrepierna a pesar de los 28 grados del termómetro.
Meine kleine hure, mi pequeña putita, la semana que viene se nos acaba el juego, pero ahora mismo no puedo esperar a follarte por última vez encima de la mesa del despacho, tapándote la boca para que no grites como una posesa.
Ah! Seguro que llevas puesta la braguita azul Prusia porque te dije que me gustaba,liebe Marta, me da igual lo que lleves puesto con tal de quitártelo, y sacarte finalmente de mi cabeza.

Por Eva Fernández



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