La decisión de Amadeo
EL AUSENTE
Por Ana María Matute
Por la noche discutieron.
Se acostaron llenos de rencor el uno por el otro. Era frecuente eso, sobre todo en los últimos
tiempos. Todos sabían en el pueblo –y sobre
todo María Laureana, su vecina- que eran un matrimonio mal avenido. Esto, quizá, la amargaba más. "Quémese
la casa y no salga el humo", se decía ella, despierta, vuelta de cara a
la pared. Le daba a el la espalda,
deliberada, ostentosamente. También el
cuerpo de él parecía escurrirse como una anguila hacia el borde opuesto de la
cama. "Se caerá al suelo",
se dijo, en más de un momento. Luego,
oyó sus ronquidos y su rencor se acentuó. "Así es. Un salvaje, un
bruto. No tiene sentimientos." En cambio ella, despierta. Despierta y de cara a aquella pared encalada,
voluntariamente encerrada.
Era desgraciada. Si:
no había por qué negarlo, allí en su intimidad.
Era desgraciada, y pagaba su culpa de haberse casado sin amor. Su madre (una mujer sencilla, una campesina)
siempre le dijo que era pecado casarse sin amor. Pero ella fue orgullosa. "Todo fue cosa de orgullo. Por darle en la cabeza a Marcos. Nada más". Siempre, desde niña, estuvo enamorada de
Marcos. En la oscuridad, con los ojos
abiertos, junto a la pared, Luisa sintió de nuevo el calor de las lágrimas
entre los párpados. Se mordió los
labios. A la memoria le venía un tiempo
feliz, a pesar de la pobreza. Las
huertas, la recolección de la fruta… "Marcos". Allí, junto a la tapia del huerto, Marcos y
ella. El sol brillaba y se oía el rumor
de la acequia, tras el muro. "Marcos". Sin embargo, ¿cómo fue?.. Casi no lo sabía
decir: Marcos se casó con la hija mayor del juez: una muchacha torpe, ruda,
fea. Ya entrada en años, por
añadidura. Marcos se casó con ella. "Nunca creí que Marcos hiciera
eso. Nunca". ¿Pero cómo era
posible que aún le doliese, después de tantos años? También ella había olvidado. Sí: qué remedio. La vida, la pobreza, las preocupaciones, le
borran a una esas cosas de la cabeza. "De la cabeza, puede… pero en algún lugar queda la pena. Si: la pena renace, en momentos como éste…".
Luego, ella se casó con Amadeo. Amadeo era
un forastero, un desgraciado obrero de las minas. Uno de aquéllos que hasta los jornaleros más
humildes miraban por encima del hombro. Fue
aquel un momento malo. El mismo día de
la boda sintió el arrepentimiento. No le
amaba, ni le amaría nunca. Nunca. No tenía remedio. "Y ahí está: un matrimonio
desavenido. Ni más ni menos. Este hombre no tiene corazón, no sabe lo que
es una delicadeza." Se puede ser pobre,
pero… Yo misma, hija de una familia de aparceros. En el campo tenemos cortesía, delicadeza… Sí:
la tenemos. "¡Sólo este hombre!" Se sorprendía últimamente diciendo: "este hombre", en lugar de
Amadeo. "Si al menos hubiéramos tenido
un hijo…" Pero no lo tenían, y
llevaban ya cinco años largos de matrimonio.
Al amanecer le oyó levantarse. Luego, sus pasos en la cocina, el ruido de
los cacharros. "Se prepara el
desayuno". Sintió una alegría
pueril. "Que se lo prepare
él. Yo no voy". Un gran rencor la dominaba. Tuvo un ligero sobresalto: "¿Le odiaré acaso?" Cerró los ojos. No quería pensarlo. Su madre le dijo siempre: "Odiar es pecado, Luisa". (Desde que murió su madre, sus palabras,
antes oídas con rutina, le parecían sagradas, nuevas y terribles).
Amadeo salió al trabajo, como todos los días. Oyó sus pisadas y el golpe de la puerta. Se acomodó en la cama, y durmió.
Se levantó tarde. De mal
humor aseó la casa. Cuando bajó a dar de
comer a las gallinas la cara de comadreja de su vecina María Laureana asomó por
el corralillo.
-
Anda, mujer: mira que se oían voces anoche.
Luisa la miró, colérica.
-
¡Y qué te importan a ti, mujer, nuestras cosas!
María Laureana sonreía con cara de satisfacción.
-
No seas así, muchacha… si te compadecemos todos…
¡Ese hombre no te merece, mujer!
Prosiguió en sus comentarios, llenos de falsa compasión. Luisa, con el ceño fruncido, no la
escuchaba. Pero oía su voz, allí, en sus
oídos, como un veneno lento. Ya lo
sabía, ya estaba acostumbrada.
-
Déjale, mujer… déjale. Vete con tus hermanas, y que se las apañe
sólo.
Por primera vez pensó en aquello. Algo le bullía en la cabeza: "Volver a casa". A trabajar de nuevo la tierra. ¿Y qué? ¿No estaba acaso acostumbrada? "Librarme de él". Algo
extraño la llenaba: como una agria alegría de triunfo, de venganza. "Lo he de pensar", se dijo.
Y he aquí que ocurrió lo inesperado. Fue él que no volvió.
Al principio, ella
no le dio importancia. "Ya
volverá", se dijo. Habían pasado
dos horas más desde el momento en que él solía entrar por la puerta de la casa. Dos horas, y nada supo de él. Tenía la cena preparada y estaba sentada a la
puerta, desgranando alubias. En el
cielo, azul pálido, brillaba la luna, hermosa e hiriente. Su ira se había transformado en una congoja
íntima, callada. "Soy una
desgraciada. Una desgraciada". Al fin, cenó sola. Esperó algo más. Y se acostó.
Despertó al alba, con un raro sobresalto. A su lado la cama seguía vacía. Se levantó descalza y fue a mirar: la casucha
estaba en silencio. La cena de Amadeo
intacta. Algo raro le dio en el pecho,
algo como un frío. Se encogió de hombros
y se dijo:"Allá él. Allá él con
sus berrinches". Volvió a la
cama, y pensó: "Nunca faltó de
noche". Bien, ¿le importaba
acaso? Todos los hombres faltaban de noche en sus casas, todos bebían en la
taberna, a veces más de la cuenta. Qué raro:
él no lo hacía nunca. Sí: era un hombre
raro. Trató de dormir pero no pudo. Oía las horas en el reloj de la iglesia. Pensaba en el cielo lleno de luna, en el río,
en ella. "Una desgraciada. Ni más ni menos".
El día llegó. Amadeo no
había vuelto. Ni volvió al día
siguiente, ni al otro.
La cara de comadreja de María Laureana apareció en el marco
de la puerta.
-
Pero, muchacha… ¿qué es ello? ¿Es cierto que no
va Amadeo a la mina? ¡Mira que el capataz lo va a despedir!
Luisa estaba pálida. No
comía. "Estoy llena de odio. Sólo llena de odio", pensó, mirando a
María.
-
No sé-dijo-.
No sé, ni me importa.
Le volvió la espalda y siguió en sus trabajos.
-
Bueno –dijo la vecina-, mejor es así, muchacha…
¡para la vida que te daba!
Se marchó y Luisa quedó sola. Absolutamente sola. Se sentó desfallecida. Las manos dejaron caer el cuchillo contra el
suelo. Tenía frío, mucho frío. Por el ventanuco entraban los gritos de los
vencejos, el rumor del río entre las piedras. "Marcos, tú tienes la culpa…
tú, porque Amadeo…". De
pronto, tuvo miedo. Un miedo extraño,
que hacía temblar sus manos. "Amadeo me quería. Sí: él
me quería". ¿Cómo iba a dudarlo?
Amadeo era brusco, desprovisto de ternura, callado, taciturno. Amadeo –a medias palabras ella lo entendió-
tuvo una infancia dura, una juventud amarga.
Amadeo era pobre y ganaba su vida –la de él, la de ella, la de los hijos
que hubieran podido tener- en un trabajo ingrato que destruía su salud. Y ella: ¿tuvo ternura para él? ¿Comprensión?¿Cariño?
De pronto, vio algo. Vio su silla, su
ropa allí, sucia a punto de lavar. Sus botas
, en el rincón, aún llenas de barro. Algo
le subió, como un grito. "Si me quería… acaso ¿será capaz de
matarse?"
Se le apelotonó la sangre en la cabeza. "¿Matarse?" ¿No saber nunca
nada más de él? ¿Nunca verle allí; al lado, pensativo, las manos grandes
enzarzadas una en otra, junto al fuego; el pelo negro sobre la frente, cansado,
triste? Sí: triste. Nunca lo pensó:
triste. Las lágrimas corrieron por sus
mejillas. Pensó rápidamente en el hijo
que no tuvieron, en la cabeza inclinada de Amadeo. "Triste, estaba triste. Es hombre de pocas palabras y fue un niño
triste, también. Triste y apaleado. Y yo: ¿qué soy para él?".
Se levantó y salió afuera.
Corriendo, jadeando, cogió el camino de la mina. Llegó sofocada y sudorosa. No, no sabían nada de él. Los hombres la miraban con mirada dura y
reprobativa. Ella lo notaba y se sentía
culpable.
Volvió llena de desesperanza. Se echó sobre la cama y lloró, porque había
perdido su compañía. "Sólo tenía
en el mundo una cosa: su compañía".
¿Y era tan importante? Buscó con ansia pueril la ropa sucia, las botas
embarradas. "Su compañía. Su silencio, al lado, su cabeza inclinada,
llena de recuerdos, su mirada". Su
cuerpo allí al lado, en la noche. Su
cuerpo grande y oscuro pero lleno de sed, que ella no entendía. Ella era la que no supo: ella era la ignorante, la zafia, la
egoísta. "Su
compañía". Pues bien, ¿y el amor?
¿No era tan importante, acaso? "Marcos…". Volvía el recuerdo; pero era un recuerdo de
estampa, pálido y frío, desvaído. "Pues, ¿y el amor? ¿No es importante?" Al fin, se dijo: "Y qué sé yo qué es eso del amor?
¡Novelerías!"
La casa estaba vacía y ella estaba sola.
Amadeo volvió. A la
noche le vio llegar, con paso cansino. Bajó
corriendo a la puerta. Frente a frente
se quedaron como mudos, mirándose. Él estaba
sucio, cansado. Seguramente
hambriento. Ella sólo
pensaba:"Quiso huir de mí, dejarme, y no ha podido. No ha podido.
Ha vuelto".
-
Pasa, Amadeo –dijo, todo lo suave que pudo, con
su voz áspera de campesina-. Pasa, que
me has tenido en un hilo…
Amadeo tragó algo: alguna brizna, o quién sabe qué cosa, que
masculleaba entre dientes. Pasó el brazo
por los hombros de Luisa y entraron en la casa.
La decisión de Amadeo
Cenaron sopas de ajo, sentados en la cadiera, junto a la
lumbre, sin hablar. Amadeo recogió la mesa, aclaró los cacharros en la
pila, removió las brasas, echó dos piedras al caldero y calentó con ellas el
agua para lavarse.
Luisa ya se había ido a dormir.
Amadeo subió a la primera planta, alumbrando con el candil
las escaleras.
Se desnudó y se acostó, dejando el farol junto a la cama.
- Apaga
eso- Susurró Luisa.
- No
-Contestó él.
Le hizo darse la vuelta y le apartó el pelo de la
cara.-Quiero verte- La acarició por debajo de la tela áspera de la camisa
de dormir y buscó acomodo entre sus caderas mientras la luz del farol se
derramaba sobre sus cuerpos.
Cuando Luisa intentó protestar, le dijo mordiéndole la
oreja:
- Calla mujer, que vas a despertar a la vecina.
Amanecieron desnudos, enredados y con la ropa
revuelta.
- He
estado en mi pueblo. –le contó Amadeo- Mi hermano mayor ya no puede
salir con las ovejas y quiere que me haga cargo. Mis padres están
enfermos. Viviríamos con ellos de momento. ¿Qué te parece?
Luisa le miró con los ojos muy abiertos. "¿Irse
del pueblo?" Ella nunca había salido de allí. Un escalofrío le
recorrió la espalda. "¿Y sus hermanas?"
- Luisa,
eres mi única razón para bajar a la mina. Pero no sé cuánto tiempo podré
soportarlo.- Le confesó apartando la mirada.
"¿Qué opciones tenía? ¿Iba a condenarlo a ese trabajo
inmundo?" Además, si se marchaban no tendría que soportar más las
habladurías…
Le cogió la cara con las manos, obligándole a mirarla.
Le besó suavemente. Encogió los hombros y lo abrazó.
- Claro
que sí. – Asintió con la cabeza.- Eres mi marido. Iré donde tú
quieras.
Amadeo supo que lo decía sonriendo. Por primera vez
encontró refugió en los brazos fuertes de Luisa, y se amaron de nuevo en
silencio.
A la mañana siguiente, Amadeo habló con el capataz, Luisa
repartió los huevos frescos entre sus hermanas y María Laureana cuando
fueron a despedirse. Después cargaron sus cosas en una mula y empezaron a
caminar hacia el lucero del alba.
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