LA DAMA DEL ABANICO
Soy
un abanico. Mi esqueleto es de varillas de hueso labrado y estoy vestido con un
país[1]
de seda granate, con delicadas flores pintadas encima. Vivo en el Museo del Traje de Madrid,
permanentemente expuesto en una vitrina, junto a una reproducción del cuadro
“La dama del abanico” del que formo parte.
Cada día oigo a los guías del museo contar mi historia oficial. Cuentan que pertenezco a una dama de la
burguesía que cada tarde esperaba en la Catedral de Durango a un apuesto
militar, mientras se abanicaba frenéticamente para espantar a otros posibles
pretendientes, dando a entender que estaba
comprometida.
Una
tarde, el soldado no apareció. La dama lo esperó; nunca se casó. Veinte años después recibió la noticia del
Ministerio de Defensa de la trágica muerte de su amante. Cuentan los guías del
museo, con voz queda, que nadie volvió a verla jamás, y que el capellán
encargado de cerrar la Catedral siempre se apura en marcharse, y procura no
quedarse solo a última hora de la tarde, porque a veces ha oído los suspiros de
una dama, el eco de un andar apresurado, y ha sentido una súbita ráfaga de aire
helado y el golpeteo de un abanico detrás de él.
Sin
embargo, la historia no es cierta. Soy
el único que conoce la verdad, porque los
protagonistas del cuadro guardaron celosamente su secreto. La dama era en realidad la amante del rey
Felipe IV, que me obsequió, siendo el país del que estoy vestido el mismo que
el del de su reinado, y las flores pintadas, símbolo de los hijos que tuvieron
en común, así que mi aparición en el cuadro es un guiño a su historia de amor,
que ni el propio Velázquez sabía, pero que creyó que el abanico rojo le daba
una pincelada de color al retrato, muy oscuro.
La
única que advirtió el detalle del abanico fue una dama de la reina, en una
visita de sociedad, con ocasión de la finalización del retrato, pero se limitó
a pasear su mirada entre la dama, y su
marido, consejero del rey, que era el orgulloso propietario de un cuadro del
pintor de cámara del Rey, miraba embelesado a su mujer, mientras ella se
abanicaba despreocupadamente golpeando mis varillas contra su pecho, y sus
hijos, rubios como príncipes, correteaban por el salón.
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