LEGADO
“Me llamo Adela. Y voy a ser vuestra maestra este curso.” Así
empezaba mi abuela Adela las clases todos los años, en cada pueblo al que era
destinada, de espaldas a la pizarra, de cara a sus nuevos alumnos. Luego se
giraba y escribía su nombre en la pizarra con su cuidada caligrafía, como de
“Cuadernos Rubio”.
Entonces se daba la vuelta otra
vez y les preguntaba a sus alumnos de uno en uno cómo se llamaban, cuantos años
tenían, si tenían hermanos, a qué se dedicaban sus padres.
Cuando le respondía el último ya
tenía una idea más o menos cabal de la estructura social del pueblo, que los
niños replicaban en el aula, y a la vez se enteraba de qué niños eran hijos del
alcalde, del médico, del veterinario, e intentaba identificar a los revoltosos,
los aplicados, los chivatos …
Así estuvo muchos años
recorriendo los pueblos de Zaragoza, regresando a la capital de vuelta los
fines de semana que no tenía que corregir demasiados exámenes y en las
vacaciones de verano, durante las que fantaseaba con que el siguiente destino le gustara o no estuviera
muy lejos de casa.
En 1960 la destinaron a Daroca, y
ese año conoció a mi abuelo Joaquín, que viajaba a menudo en el mismo coche de
línea.
Con los años se resignó, dejó
intentar que sus alumnos se aprendieran las poesías de Machado, empezó a dejarse ver más por la iglesia, y,
sobre todo, dejó de atender peticiones incómodas de las que nunca salía bien
parada, como aquella vez que la echaron de un pueblo a mitad de curso por
pedirle a un cura que exhumara a alguien de una fosa, y tuvo que irse a casa el
resto del año, y el siguiente a Belchite, destino maldito al que nadie quería
que lo destinaran.
Hoy yo también soy maestro. Aun no tengo plaza fija, así que de momento
soy interino, y voy también de pueblo en pueblo, de colegio en colegio, y en
cada clase nueva, cada año, el primer día, digo, nada más entrar:
“Me llamo Rafa. Y voy a ser vuestro maestro este curso” Luego me
giro y escribo mi nombre con trazo apresurado en la pizarra.
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